Nicolás García Rivas, Universidad de Castilla-La Mancha
La Sentencia que condena por el delito de sedición a los líderes del independentismo catalán contiene claros ingredientes autoritarios, aunque a muchos españoles les parezca demasiado blanda en sus condenas porque no ha calificado los hechos como rebelión; es más, a la ultraderecha le parece una rendición en toda regla del Tribunal Supremo. Hay opiniones para todos los gustos, pero no todas están debidamente fundamentadas. Este artículo pretende exponer con argumentos mi lectura sobre la extrema e injustificada dureza de la Sentencia.
El delito de rebelión es la principal infracción penal contra la Constitución. De hecho, es el único delito que contempla su derogación como finalidad propia de quienes -dice el art. 472 CP- “se alzaren violenta y públicamente para cualquiera de los fines” que se detallan a continuación. En el 5º puede leerse: “Declarar la independencia de una parte del territorio nacional”.
A simple vista parece que este precepto encaja como un guante en los sucesos ocurridos en Cataluña en septiembre y octubre de 2017, pues se aprobaron leyes secesionistas, claramente inconstitucionales, y hubo ciertos altercados el 20 de septiembre frente a la Consejería de Economía y el 1 de octubre, cuando la policía actuó con contundencia contra los votantes en el referéndum ilegal y encontró cierta resistencia en algunos colegios.
La violencia y sus objetivos
No era difícil apreciar, por tanto, que se daban todos los elementos de la rebelión: violencia y separatismo. Sin embargo, la Sentencia explica que no basta cualquier “cantidad” de violencia ni tampoco aquella que se lleve a cabo al margen de la consecución de la finalidad separatista. En efecto, la estructura de ese delito exige que la violencia esté orientada a conseguir la independencia. Y desde los primeros pasos del procedimiento penal, muchos penalistas (más de 100) nos pronunciamos públicamente contra esa apreciación porque el separatismo catalán no buscó la desconexión de España mediante la violencia sino a través de la aprobación (ilegítima, ilegal e injusta) de sendas leyes que pretendían esa desconexión mediante el Derecho, algo muy distinto.
Por otra parte, las “violencias” que tuvieron lugar esos días señalados fueron de muy escasa relevancia, calificables en todo caso como desórdenes públicos o resistencia, delitos castigados con penas mucho más leves que las previstas para la rebelión. Así pues, el Tribunal Supremo acierta al excluir este delito, aunque aprovecha para despreciar la seriedad política del separatismo, calificándolo como “mera ensoñación”, asegurando que los líderes independentistas “eran conocedores de que lo que se ofrecía a la ciudadanía catalana como el ejercicio legítimo del «derecho a decidir» no era sino el señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano”. Sobraba incluir en los hechos probados esta valoración que no se sustenta en prueba alguna.
El separatismo catalán no buscó la desconexión de España mediante la violencia sino a través de la aprobación (ilegítima, ilegal e injusta) de sendas leyes que pretendían esa desconexión mediante el Derecho.
El delito elegido por el Tribunal Supremo, una vez descartada la rebelión, es el de sedición. Extraña figura delictiva que no ha sido aplicada casi nunca en los últimos años, aunque se ha utilizado para acusar a los controladores aéreos que provocaron el caos en España a finales de 2010, cuando abandonaron el servicio y obligaron al Gobierno socialista a imponer el estado de alarma para devolver la normalidad al tráfico aéreo.
Una interpretación autoritaria
¿Tiene esto algo que ver con un movimiento político, esencialmente pacífico, pero que busca la separación de Cataluña? Absolutamente nada. ¿Por qué lo utiliza el Tribunal Supremo para castigar a los independentistas? En mi opinión, porque fuerza la aplicación de esta figura realizando una interpretación muy autoritaria de la misma que entronca con sus antecedentes históricos.
En efecto, la sedición y la rebelión caminaron al unísono en los distintos Códigos Penales, desde el fechado en 1848 hasta el vigente de 1995; en esos casi 150 años ambas fueron consideradas delitos contra el orden público, pero bien entendido que esta expresión no tenía en esa larga época la misma significación que hoy. Los estados democráticos identifican el orden público con la tranquilidad pública, con la paz en la calle.
La historia del orden público español es la historia de su “militarización”; de hecho, en las leyes creadas para preservarlo, singularmente la de 1870, se permitía la declaración del estado de guerra a los capitanes generales cuando se “hubiere manifestado la rebelión o sedición”. Dicha declaración suponía ipso facto que la autoridad militar asumía el poder en su integridad (legislativo, ejecutivo y judicial) para disponer “cuanto fuera necesario para la preservación del orden público”, incluidos juicios sumarísimos y penas gravísimas por la mera disidencia política.
Con semejantes antecedentes, no puede sorprender la crítica a esta Sentencia. Crítica que se acentúa si observamos que la conducta castigada en el art. 544 CP no coincide con lo ocurrido en Cataluña en 2017 y conviene recordar que en Derecho penal rige el derecho a la aplicación estricta de la Ley. Un derecho que no sólo reconoce nuestra Constitución sino el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. No se trata, pues, de una mera opinión sino de un derecho del máximo rango.
Pues bien, la ley penal castiga a quienes “se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales”.
La Sentencia del Tribunal Supremo considera que el alzamiento público y tumultuario se verificó el 20 de septiembre y el 1 de octubre, en los sucesos ya reseñados. Ante la Consejería de Economía se concentraron 40.000 personas para protestar contra la intervención policial y los registros realizados aquel día.
Volver a la Constitución
Calificar esa manifestación como “alzamiento público y tumultuario” supone desconocer por completo que el art. 21 de la Constitución española reconoce “el derecho de reunión pacífica y sin armas. El ejercicio de este derecho no necesitará autorización previa”. Reunión pacífica no quiere decir silenciosa. El Tribunal Constitucional ha sentenciado en numerosas ocasiones que ese derecho puede ejercerse de una manera ruidosa e incluso molesta para el resto de los ciudadanos porque supone una proyección de la libertad de expresión. Así ocurrió allí: protesta ruidosa y pacífica.
Al resucitar el delito de sedición para castigar a los independentistas, el Tribunal Supremo asume una concepción del orden público que se parece sospechosamente a la definición del mismo en la Ley franquista de 1959.
Mucho menos tumultuario alzamiento puede observarse en el hecho de que 2 millones de personas acudan a votar ordenadamente. Si la policía interviene para evitar esa votación y se producen altercados, podrá calificarse en todo caso como delito de resistencia, castigado con penas menores, pero no puede considerarse que esos 2 millones de personas cometan una sedición. Conviene recordar que la convocatoria de un referéndum ilegal dejó de ser delito en 2005 y que, por consiguiente, menos aún puede serlo acudir al colegio electoral o alentar dicha votación, por muy ilegal que sea.
Al resucitar el delito de sedición para castigar a los independentistas, el Tribunal Supremo asume una concepción del orden público que se parece sospechosamente a la definición del mismo en la Ley franquista de 1959: “normal funcionamiento de las instituciones”, concepto totalizador, muy alejado de la simple tranquilidad en la calle, propio de los Estados democráticos.
En mi opinión, pues, se trata de una condena injusta por un delito que debería desaparecer, como ya defendí en unos Comentarios al Código Penal publicados en 2007 (mucho antes de que nadie imaginara esta deriva del independentismo catalán). Sus antecedentes castrenses y la ambigüedad de la conducta punible (que lo mismo sirve para castigar a controladores aéreos, movimientos contra los desahucios o escraches a parlamentarios) resultan insoportables en términos de calidad democrática de la legislación.
Soy consciente de que la derogación del delito supondría la automática absolución por este delito de los ahora condenados. Con el afán de mitigar un tanto la dureza de la condena, el Tribunal Supremo no les ha aplicado la prohibición de obtener beneficios penitenciarios hasta cumplir la mitad de la misma, cuestión que ahora cobra protagonismo porque la normativa penitenciaria permitiría concederles el tercer grado o semilibertad en poco tiempo.
Nicolás García Rivas, Catedrático de Derecho penal, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.