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Los grandes pensadores animan a recuperar el arte de la escucha

31/03/2025
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Los grandes pensadores animan a recuperar el arte de la escucha

31/03/2025

Antonio Fernández Vicente, Universidad de Castilla-La Mancha

Escuchar es un acto de generosidad y resistencia ante la indiferencia. En el aula, en la conversación cotidiana, incluso en un concierto, ¿somos capaces de regalar tiempo de escucha?

Oír y escuchar

Oír no es escuchar como ver no es mirar. Quien escucha alberga la intención de auscultar los sonidos. Sentimos curiosidad por la voz ajena, por un paisaje sonoro o una melodía. Si oír consiste en percibir un sonido, escuchar implica la intención de sondear. Éste era el sentido en el que el psicólogo alemán Erich Fromm entendía la escasez de escucha en su libro El arte de amar:

“La mayoría de la gente oye a los demás, y aun da consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de la otra persona, y tampoco les importan demasiado sus propias respuestas”.

Si escucho quiero comprender y descifrar, me dirijo activamente a alguien o a algo, a pesar de las dificultades. Afirmaba el filósofo Roland Barthes que cuando pedimos que se nos escuche, en realidad pedimos que se reconozca que existimos.

¿Para qué escuchar?

A propósito de las conferencias, el griego Plutarco sostenía que se escucha para aprender. Además es necesario agradecer sin envidia a quien nos enseña con la palabra y mostrarle nuestro respeto, aun cuando no tenga demasiado que decir:

“Sentarse sin encogerse ni reclinarse, en postura erguida, con la mirada en el que habla y en actitud de atención activa, y la compostura del rostro nítida, sin mostrar cólera ni aspereza ni tampoco otros pensamientos o preocupaciones”.

Por otro lado, urge elegir con cuidado qué o a quién escuchar. ¿Para qué prestar oídos al odio, la necedad o la arrogancia? En las Cartas a Lucilio, Séneca defiende que es preciso huir de las multitudes: “La conversación de muchos nos perjudica. Todos, o nos recomiendan, o nos ponen encima, o nos imprimen, sin darnos cuenta, algún defecto”.

Lo que escuchamos puede enajenarnos, como sucede a los navegantes de La Odisea, que podrían enloquecer al prestar oídos a los cantos de las sirenas.

Herbert James Draper, Ulises y las sirenas (1909), Ferens Art Gallery. En el canto XII de La Odisea de Homero, Ulises escucha el canto de las sirenas atado al mástil mientras la tripulación se tapa los oídos con cera. Wikimedia Commons

Pero lo que escuchamos también podría elevar nuestra humanidad. Así sucede en el mito de Orfeo, cuando este baja con su lira al inframundo para rescatar a su amada Eurídice y ablanda el corazón de los guardianes del lugar gracias a su música.

El silencio activo

Para escuchar es necesario guardar silencio. Primero escuchamos sin interrumpir, con serenidad y atención. Luego reflexionamos sobre lo escuchado. En la cultura pitagórica, durante cinco años, “los alumnos no planteaban ninguna cuestión ni hablaban durante la lección, sino que se ejercitaban en el arte de escuchar”.

Pintura que retrata a un señor mayor escuchando a otro hombre tocar la guitarra.
El padre de Degas escuchando a Lorenzo Pagans tocar la guitarra, de Edgar Degas. Museum of Fine Arts Boston

No es éste un silencio forzado y amargo que exige callar cuando debiera alzarse la voz. No. Es el silencio que Filón de Alejandría comprendía como señal de modestia y humildad: “Constituye un poder cuyo cometido es conservar para el momento oportuno aquello que hay que decir”.

Escuchar implica trasladarse al plano del silencio activo. En Historia del silencio, el historiador francés Alain Corbin afirmaba que “la sociedad nos conmina a someternos al ruido para formar así parte del todo”. Quizás sintamos un miedo atroz a escucharnos a solas.

Lao Tsé alega en el Tao Te Ching que “mucho hablar, mucho empobrece”. Posteriormente, Chuang Tse defendería que es imposible escuchar “cuando los sonidos vuelven locos los oídos y los terminan por tapar”.

¡Y cuán urgente es apartarse de la locuacidad! De nuevo, Plutarco advierte:

“Penosa y difícil es la curación de la charlatanería. Pues su remedio, la palabra, es propio de quienes escuchan, pero los charlatanes no escuchan a nadie porque siempre están parloteando”.

Demasiado ruido y demasiado deprisa

No vayamos a idealizar el pasado: siempre existió cierta escasez de escucha. Pero quizás vaya a peor.

Explica el filósofo Byung-Chul Han que “hoy nos comunicamos de forma tan compulsiva y excesiva porque estamos solos y notamos un vacío”. Nos encerramos en la burbuja del smartphone: los vínculos con el mundo son reemplazados por el acceso a redes y plataformas. La sucesión continua de estímulos va cautivando nuestra percepción. Todo sucede a un ritmo vertiginoso: sólo vemos y oímos ráfagas fugaces. La pantalla mágica es tan hipnótica como adictiva. Y la incapacidad de atender hace que estemos ausentes en cualquier conversación.

Sin embargo, escuchar precisa reposo y tiempos lentos. La psicóloga Sherry Turkle señala:

“Cuando estamos plenamente presentes ante otro, aprendemos a escuchar. Es así como desarrollamos la capacidad de sentir empatía. Este es el modo de experimentar el gozo de ser escuchados, de ser comprendidos”.

El crítico de arte norteamericano Jonathan Crary apuesta por la calidez del encuentro cara a cara con los demás: “Estamos perdiendo la posibilidad de escuchar; de enfrentarnos, con paciencia, a un desconocido, a un desamparado, a alguien que no ofrece nada para nuestro propio interés”.

Así, cuando el mayor valor parece ser convertirse en protagonista, ¿por qué no ejercitarse en el arte de escuchar?The Conversation

Antonio Fernández Vicente, Profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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