Antonio Fernández Vicente, Universidad de Castilla-La Mancha
Siempre se ha querido festejar. La fiesta se asemeja a una especie de carnaval que, como decía el teórico de la literatura Mijaíl Bajtin, consiste en la suspensión de los órdenes cotidianos. Las normas sociales que limitan lo que se puede hacer y lo que no se anulan por unos momentos. Cada cual puede asumir un rol alternativo al que le destina su lugar en el mundo. Como explicaba Bajtin:
En el curso de la fiesta sólo puede vivirse de acuerdo a sus leyes, es decir, de acuerdo a las leyes de la libertad.
Los orígenes de la fiesta se remontan a los periodos de crisis y de muerte, como rituales que sirven de contrapunto a las iniquidades y sinsabores de la vida ordinaria. Para Bajtin:
La fiesta se convertía en esta circunstancia en la forma que adoptaba la segunda vida del pueblo, que temporalmente penetraba en el reino utópico de la universalidad, de la libertad, de la igualdad y de la abundancia.
Paréntesis, experimentación
Es una suerte de paréntesis vivido como un tiempo lúdico y jovial. Supone un tiempo para la experimentación y cruce de fronteras, tal y como señalaba el historiador de la cultura Johan Huizinga en Homo Ludens. Quien disfruta de la fiesta en cierto modo vuelve a ese lugar del juego, despreocupado como en la infancia.
La fiesta invita así a la transgresión, al exceso, al dispendio irracional que el escritor Georges Bataille llamaba gaspillage. Es un tiempo aparte que derrota mientras dura al monótono y constante murmullo de la vida corriente. Si seduce tanto es porque se presenta como un antídoto infalible contra el aburrimiento y el tedio vital. No hay por qué condenar la fiesta como ritual antropológico, que cumple funciones liberadoras para el ser humano.
La fiesta como olvido de sí
La fiesta nace del ansia de disolver la propia personalidad. Los participantes se olvidan de sí mismos, de sus problemas y sus temores.
En su ensayo Pensamientos, el filósofo Blaise Pascal llamaba divertissement a toda ocupación que nos alejara de cuitas existenciales. Y no sólo se refería a la fiesta, sino a cualquier actividad mundana como el trabajo, porque esa diversión nos hace desterrar certezas como la muerte y la sensación de vulnerabilidad.
No hace falta tener un alma muy elevada para comprender que no hay aquí satisfacción verdadera y sólida.
Quien participa en la fiesta quiere negar la muerte: ser indiferente a ella y a la fragilidad, tanto a la propia como a la de los demás. En cierto modo desea escapar de la realidad. Como lo hacía notar el escritor Elias Canetti en Masa y poder, nos consuela de nuestras miserias:
La vida y el placer estarán asegurados mientras dure la fiesta. Se han abolido muchas prohibiciones y separaciones; se permiten y favorecen acercamientos totalmente inusuales.
Una sociedad individualista y narcisista
Y nos hallamos ante el dilema en cuestión: ¿anteponemos las pasiones individuales en su ansia de celebración o las urgencias del grupo social, que precisa de distanciamiento para frenar los contagios?
No vivimos en una sociedad holista, donde el grupo sea más importante que sus integrantes. Hemos aprendido, desde la escuela a la universidad, a adaptarnos a una sociedad individualista y competitiva, por mucho que se pregonen otros valores buenistas para lavar la conciencia. Y en una sociedad individualista, predominan las afirmaciones narcisistas de sus integrantes por encima de las consideraciones colectivas, como señaló el antropólogo Louis Dumont.
No en vano, el filósofo Christopher Lasch explicaba que el narcisista carece de respeto al prójimo y no sufre lo más mínimo por el sufrimiento de los demás. Y esta falta de conmiseración es propia de la cultura de nuestro tiempo.
Nihilismo festivo y envidia
Antes que el sacrificio, lo que funda nuestras sociedades invertebradas y desarraigadas es la envidia, como sostenía el filósofo Jean-Pierre Dupuy. Por ejemplo el deseo irremisible de divertirse a cualquier precio como el que más. ¿No es esto nihilismo festivo?
Parece casi una obligación que la vida se convierta en una fiesta continua para aparentar felicidad y éxito. El narcisista festivo en realidad se construye una máscara para proyectar una imagen hermoseada de sí mismo, como sugería Alexander Lowen. Pero si lo pensamos con detenimiento, en el contexto COVID la fiesta se asemeja más a esa cruel y trágica competición eterna, mostrada en el film Danzad, Danzad, malditos.
De aquellos barros, estos lodos
¿Cómo esperar que no se multipliquen comportamientos insolidarios e irresponsables en una sociedad desintegrada? Era lo que el sociólogo Alain Touraine llamaba “el fin de lo social”, porque permanece ausente la identificación y compromiso efectivo de los individuos con acciones colectivas.
Las fiestas ilegales durante la pandemia reflejan la confluencia del ansia de celebración y el individualismo egoísta, indiferente al destino de los demás. Pascal nos decía con sabiduría que todas las desgracias del ser humano provienen de “no saber quedarse tranquilos en una habitación”.
En una sociedad histérica y frenética, ávida de fiesta para distraerse de un presente asfixiante, ¿qué cabe esperar si, precisamente, lo que se plantea como remedio para olvidar por unos instantes la COVID ayuda a perpetuarlo?
Otras formas de vivir la fiesta
Esa fruta prohibida hoy, la fiesta, se alza como tentación en un mundo cada vez más privado de las libertades que hasta hace poco pasaban desapercibidas por cotidianas. Pero nos conduce directamente a la ruina si la razón y la solidaridad no construyen una acción colectiva ante la COVID-19.
Las sanciones y las restricciones sirven de bien poco si siguen proliferando los hedonismos festivos y egoístas que desencadenan comportamientos incívicos.
Después de todo, hay otras formas de diversión que no representan un riesgo hoy para la salud pública: entrar en los mundos imaginarios de un buen libro, repleto de peripecias. Para mí es una fiesta leer a Borges. O pasar el tiempo en los tranquilos caminos serpeantes de una conversación pausada y distanciada. O pasear y perderse, como sugiere Rebecca Solnit, para dejarse maravillar por cada detalle del asfalto o de la vereda.
¡Hay tantos otros modos de aplacar los deseos de libertad! Son otras maneras de colmar el vacío para tiempos revueltos como los que vivimos. No toda fiesta ha de revestir por necesidad la forma de desenfreno trivial y frívolo. Y no toda fiesta ha de traernos la ruina de nuestra sociedad.
Antonio Fernández Vicente, Profesor, es decir, hablar, escuchar y preguntar, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.